Día 430, lunes
Takeshi Kusunoki trabajaba en un diario. Pese a que el periodismo es una actividad que requiere de constante movimiento físico (ir de un lado a otro, salir de comisión, pararse, sentarse, volverse a parar), Takeshi Kusunoki, con el cabello corto y los ojos rasgados de los nipones, se pasaba la mayor parte del tiempo sentado, volteando las noticias de las agencias de información para colgarlas en la web. Si al principio aquel trabajo le había parecido entretenido, tres años y medio después le era inquietante. Pensaba en renunciar, conseguirse otra forma de sobrevivir, pasar más tiempo en su casa, buscar una novia y casarse. Pero nada de eso pasaba, y los días se prolongaban hasta convertirse en una masa viscosa. Takeshi Kusunoki estaba seguro de que muy pronto conocería a alguien o alguien lo encontraría, sentado como siempre en el quinto puesto de la tercera fila en la sala de redacción. Pero nadie nunca lo llamaba ni parecía estar buscándolo. El joven periodista entonces se sumió en un profundo estado de contemplación, buscando en la web las noticias que tenía que transcribir y redáctandolo todo como un auténtico autómata: una máquina de voltear noticias perfectamente prescindible, totalmente desechable, absolutamente siniestra. Ahora Takeshi Kusunoki no actuaba guiado por sus propios deseos y ambiciones. Lo hacía porque tenía que hacerlo, porque ése era su trabajo y le pagaban por eso. Hasta que un día encontró una posible respuesta a todas sus interrogantes, aquella bálbula de escape que lo liberaría de todo aquello que lo tenía encadenando a aquella realidad terrible, agobiante, llena de horarios y esquemas, formas geométricas cuadriculadas. La página web hasta era simpática, tenía un foro para debatir los cuestionamientos de los interesados y posibles integrantes. La empresa dueña se hacía llamar simplemente la Asociación.
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